miércoles, 19 de noviembre de 2008

El pecho desnudo *


El señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas.





Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto.





Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tabú de la desnudez queda implícitamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan inseguridad e incoherencia en el comportamiento, en vez de libertad y franqueza.




Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera invisible que circunda las personas.



Pero ‑piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular‑ yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa, ésta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retrógrada.



De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo que roce con ecuánime uniformidad la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón, el perfil de la costa en la calina, gris con tra el cielo.
Sí ‑reflexíona, satisfecho de sí mismo, prosiguiendo el camino‑, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara más que la mirada de una gaviota o de una merluza.

¿Pero será justo proceder así? ‑sigue reflexionando‑. ¿No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino? ¿No estoy, quizá, perpetuando la vieja costumbre de la supremacía masculina, encallecida con los años en insolencia rutinaria?




Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al deslizar su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviación, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantíene en mitad del aire, describiendo una curva que acompaña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada.
Creo que así mi posición resulta bastante clara ‑piensa Palomar‑, sin malentendidos posibles. ¿Pero este sobrevolar de la mirada no podría al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciación de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomaníaca y de concupiscencia como pecado...

Tal interpretación va contra las mejores intenciones de Palomar que, pese a pertenecer a una generación madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio de las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad más abierta de la sociedad, sea porque esa visión en particular le resulta agradable. Este estímulo desinteresado es lo que desearía llegar a expresar con su mirada.


Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez más hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemente el paisaje, se detendrá en los senos con un cuidado especial, pero se apresurará a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cúspides nimbadas.




Esto tendría que bastar para tranquilizar definitivamente a la bañista solitaria y para despejar el terreno de infereneias desviantes.




Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla,




se aleja encogiéndose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un sátiro.



El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito las intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar.



* Italo Calvino

martes, 4 de noviembre de 2008

Las mismas denuncias, las mismas protestas

Pasaron 40 años desde el estreno de La hora de los hornos, y demasiada agua bajo el puente. El país no es el mismo, es más, desde aquel retrato de la situación de Argentina se sucedieron muchos países diferentes en un mismo territorio. Pero a pesar del tiempo transcurrido algunas cosas no cambiaron demasiado.

Si Fernando Pino Solanas deseara volver a filmar la película, lo único que necesitaría hacer es actualizar algunos datos, ni más ni menos. Los ítems serían los mismos, lo que cambiaría serían únicamente los porcentajes: la pobreza aumentó, la desnutrición y la mortalidad infantil aumentaron, la desigualdad aumentó, y así se sucederían los datos de todo lo negativo y vergonzoso de la situación de la Argentina.
Las imágenes casi podrían ser las mismas, las caras surgidas de la miseria y la desolación se mantienen idénticas a pesar de las cuatro décadas transcurridas. La música perturbadora del repiquetear de tambores se adapta al presente. La voz en off debería leer una lista diferente de datos y porcentajes. Con estas modificaciones, el film estaría listo para un reestreno, y hasta algún distraído podría considerarla nueva, sin percatarse, quizás, de los modelos antiguos de los autos, o de las diferencias en la vestimenta. Claro, eso puede ser leído como una característica pintoresca, como un capricho del director. Por todo lo demás, el escenario es el mismo.
Pero en algún aspecto el tiempo transcurrido no fue en vano. Tras 25 años de democracia, una generación entera nació y creció en libertad, y hoy estos jóvenes pueden conseguir fácilmente una copia de La hora de los hornos en cualquier casa de video o librería. Ya no hace falta concurrir a proyecciones clandestinas, custodiadas por contraseñas y transmitidas de boca en boca, rodeadas de un halo de desconfianza permanente.
En su primer documental, Pino Solanas pone de manifiesto muchos aspectos de una sociedad que no logró desprenderse del individualismo y la desigualdad. No pudo hacerlo en 1968 ni parecería querer hacerlo finalizando el 2008. La vigencia del film impresiona y avergüenza a la vez, y tiene el poder de seguir denunciando con la misma fuerza que cuando se estrenó. Mejor para el documental, peor para una sociedad que se descubre estancada.