Cuando yo era chica creía que una protesta de cualquier tipo significaba para el gobierno una espina clavada. Una espina que no sólo dolía, sino que era vergonzosa, y se me ocurría que adentro de las paredes rosas debían estar muy preocupados buscando una solución a lo que estaba pasando.
Así fue como la carpa de los docentes, las abuelas de plaza de mayo y los jubilados con su paciente persistencia semanal, cada uno con sus reclamos, me parecía un problema realmente grave, y me apenaba tanto que ellos tuvieran que padecer las injustitas que padecían, como el “pobre gobierno que debe estar desesperado, tratando de buscar la mejor manera de ayudar a esa gente”. Las protestas siguieron su curso, los oídos sordos permanecieron sordos, muchas veces inmutables, y con los años, en vez de disminuir el malestar, se fue acrecentando. Los grupos que protestaban se fueron haciendo cada vez más numerosos, y se sumaron los trabajadores de hospitales, los profesores universitarios, los camioneros, y una larga y conocida lista de etcéteras. Vale aclarar que la indiferencia creció con la misma rapidez que la protesta. Paradójico.
Los años pasaron, y perdí esa candidez en mis consideraciones sociales. Lamentablemente un reclamo no implica que haya gente dispuesta a solucionar aquello que está funcionando mal. Es más, faltan oídos para que los reclamos lleguen a donde tienen que llegar. La cadena está bloqueada, y la protesta perdió su carácter de protesta. La ciudad se ve atestada por diferentes grupos que se manifiestan casi constantemente, y ya se convirtieron en un adorno más del paisaje citadino. Los turistas sacan sus cámaras con ojos azorados, parecerían los únicos que advierten su presencia. En realidad son dos los grupos que reconocen los gritos y el caos: los turistas y todo aquel que quiera trasladarse por vía terrestre (y muchas veces por vía subterránea también). Es una pena que no los adviertan quienes verdaderamente deberían advertirlos. Y eso que están ahí, gritándoles las cosas en la cara. Pero no, las paredes de la Casa de Gobierno parecen ser demasiado gruesas.
Una lástima que nada funcione como yo lo creía de chica, una lástima que no se pueda hablar, una lástima que pesen más las cuestiones macro-económicas y políticas que el día a día de todos los argentinos que vivimos en este suelo. A todos y cada uno de los que son responsables de estos episodios vergonzosos: una lástima.
Así fue como la carpa de los docentes, las abuelas de plaza de mayo y los jubilados con su paciente persistencia semanal, cada uno con sus reclamos, me parecía un problema realmente grave, y me apenaba tanto que ellos tuvieran que padecer las injustitas que padecían, como el “pobre gobierno que debe estar desesperado, tratando de buscar la mejor manera de ayudar a esa gente”. Las protestas siguieron su curso, los oídos sordos permanecieron sordos, muchas veces inmutables, y con los años, en vez de disminuir el malestar, se fue acrecentando. Los grupos que protestaban se fueron haciendo cada vez más numerosos, y se sumaron los trabajadores de hospitales, los profesores universitarios, los camioneros, y una larga y conocida lista de etcéteras. Vale aclarar que la indiferencia creció con la misma rapidez que la protesta. Paradójico.
Los años pasaron, y perdí esa candidez en mis consideraciones sociales. Lamentablemente un reclamo no implica que haya gente dispuesta a solucionar aquello que está funcionando mal. Es más, faltan oídos para que los reclamos lleguen a donde tienen que llegar. La cadena está bloqueada, y la protesta perdió su carácter de protesta. La ciudad se ve atestada por diferentes grupos que se manifiestan casi constantemente, y ya se convirtieron en un adorno más del paisaje citadino. Los turistas sacan sus cámaras con ojos azorados, parecerían los únicos que advierten su presencia. En realidad son dos los grupos que reconocen los gritos y el caos: los turistas y todo aquel que quiera trasladarse por vía terrestre (y muchas veces por vía subterránea también). Es una pena que no los adviertan quienes verdaderamente deberían advertirlos. Y eso que están ahí, gritándoles las cosas en la cara. Pero no, las paredes de la Casa de Gobierno parecen ser demasiado gruesas.
Una lástima que nada funcione como yo lo creía de chica, una lástima que no se pueda hablar, una lástima que pesen más las cuestiones macro-económicas y políticas que el día a día de todos los argentinos que vivimos en este suelo. A todos y cada uno de los que son responsables de estos episodios vergonzosos: una lástima.
