Señor Charles Chaplin: Discúlpeme, Su majestad de la risa y la ternura, que ose distraer su descanso. Mis títulos tal vez no existan para justificar el atrevimiento.
Sé que a usted siempre lo sensibilizó, mayúsculamente, la condición de ciudadano del mundo y de ello se preció hasta cuando algún nacionalismo pretendió menoscabar su obra o su individualidad. Pero deseo aclararle que le escribo desde la Argentina, un país del Cono Sur del continente americano. Usted no alcanzó a conocerlo, aunque según leí en un cable lejano, una vez prometió visitarlo. Después supo algunas cosas de la Argentina que ahora sería mejor no recordar. Aquí se adelantaron a prohibirle El gran dictador, un mal ejemplo repetido en muchos lados y tardíamente reparado. ¡Cosas que pasan Señor Chaplin! Al fin de sus días, usted se había sobrepuesto a tantos agravios y desde luego habrá disimulado un episodio que todavía nos hace meditar con tristeza.
Comprenda, señor Chaplin, que si hace un año dejó usted este atribulado mundo, uno no deja de sentir de alguna recóndita manera su ausencia, aunque, claro, en compensación, siempre Carlitos está a mano en esas sus geniales piruetas que periódicamente tenemos necesidad de ver, yo diría mejor de compartir, y si por casualidad no las vemos en la pantalla, sentimos que nos siguen, nos acompañan, nos rodean, nos envuelven. Sin embargo hasta no hace mucho sabíamos que estaba allí, aislado en el contacto con la naturaleza, en ese rincón suizo que había elegido para el tiempo de su vejez, y era como un abuelo que si no frecuentamos nos sigue acompañando y tutelando.
Yo sé, señor Chaplin, que usted se nos fue, de puro viejo, para una manera mejor de seguir estando con nosotros. Seguramente le pesaban los achaques de la avanzada edad. Le molestaba el sillón de ruedas. Le fastidiaba la artrosis que no le dejaba flirtear con el amado bastón de junco o tocar el violín de sus mejores años. Acaso le pesaba más el odio en todas sus formas de intolerancia, discriminación y violencia. Se me ocurre imaginar que este mundo le estaba quedando chico, redoblado el egoísmo como para que en él sea imposible La calle de la paz, y día a día más viable una Vida de perros. Hace mucho, cuando usted tuvo la valentía de imaginar que filmaría El gran dictador para advertir a los incrédulos y desenmascarar a los cómplices, debe de haber creído que a Carlitos deberían escucharlo. Y filmó la película y hasta depuso su mímica para un patético discurso que tenía la contundencia de la verdad. Usted cumplió. Han pasado – creo- cuarenta años y lo necesitaríamos de nuevo, señor Chaplin, porque ¿sabe? “el amor está con gripe en cama”, como decía un poeta de estas latitudes que usted no conoció. No se olvide esto, por favor, señor.
Creo adivinar, señor Chaplin, que a esta altura de la carta usted estará pensando que la gravedad no es del todo buena consejera. Paso a otra, no se enoje. Reconozco que no tengo ni la edad ni la sabiduría de su viejo Calvero en Candilejas para filosofar. También peleo conmigo para no escaparme del optimismo, ese optimismo que usted nunca quería perder, ni siquiera cuando debía caminar solo a ese incierto horizonte de muchas películas. Pero si le prometo no ser grave, le pido humildemente que disimule mi falta de humor. ¡Cómo se lo sigo envidiando! Lo mejor será que le hable un poco de cine. Es lo suyo y, salvando las distancias, lo mío. Felizmente, el cine sigue existiendo, que es un modo de decirle que de usted nadie puede olvidarse. Perdón, creo más: de usted nadie podría olvidarse aunque el cine desapareciera. Usted es un clásico del siglo XX hasta sin cine. Si tal vez le parezca un lugar común, déjeme que le recuerde lo de su amigo Jean Cocteau: usted es la risa esperando. ¡Qué lindo en un mundo con tantas pequeñeces que tienden a separarnos!
En ocasión de la Navidad todos tratamos de escribir palabras halagadoras. Para usted se me ocurren las habituales de los que giramos con el cine. No podemos prescindir de Chaplin ni de Carlitos, y créame, hasta los que lo critican se venden elogiándolo de una u otra forma. Usted estará ahora más allá de la vanidad del gran payaso que fue y no obstante le gustará oír de nuevo el calificativo de “chaplinesco” como la definición suprema de la honorable profesión de hacer reír. Estoy convencido de que uno de estos días esos académicos que a usted le parecían tan aburridos se van a poner de acuerdo para fijar ese vocablo en los diccionarios.
Y hablando de homenajes, señor Chaplin, no le habrá desagradado el anuncio de que en uno de los distritos de Londres se le levantará un monumento a Carlitos. No importa que no sea en el barrio de su harapienta infancia. La intención vale igual y es fácil vaticinar: ese monumento se multiplicará en días futuros porque usted lo merece más que todos o casi todos de los ya hechos monumento. Con una ventaja: usted no está condenado sólo al monumento. Sigue viviendo si él. Eso sí, sea una vez respetuoso, no haga como en Luces de la ciudad: no duerma ni bostece sobre su propio bronce.
Yo consluyo mi abuso epistolar, señor Chaplin,. Es Navidad y brindo con los míos por usted. No es una excepción. Millones de personas también lo harán, con champaña, con sidra, con vino o con agua, y aun sin saberlo. Porque brindarán por la felicidad, el amor, la bondad, el entendimiento, la razón, la paz, esas utopías igualmente llamadas Chaplin. Mis respetos, señor.
Sé que a usted siempre lo sensibilizó, mayúsculamente, la condición de ciudadano del mundo y de ello se preció hasta cuando algún nacionalismo pretendió menoscabar su obra o su individualidad. Pero deseo aclararle que le escribo desde la Argentina, un país del Cono Sur del continente americano. Usted no alcanzó a conocerlo, aunque según leí en un cable lejano, una vez prometió visitarlo. Después supo algunas cosas de la Argentina que ahora sería mejor no recordar. Aquí se adelantaron a prohibirle El gran dictador, un mal ejemplo repetido en muchos lados y tardíamente reparado. ¡Cosas que pasan Señor Chaplin! Al fin de sus días, usted se había sobrepuesto a tantos agravios y desde luego habrá disimulado un episodio que todavía nos hace meditar con tristeza.
Comprenda, señor Chaplin, que si hace un año dejó usted este atribulado mundo, uno no deja de sentir de alguna recóndita manera su ausencia, aunque, claro, en compensación, siempre Carlitos está a mano en esas sus geniales piruetas que periódicamente tenemos necesidad de ver, yo diría mejor de compartir, y si por casualidad no las vemos en la pantalla, sentimos que nos siguen, nos acompañan, nos rodean, nos envuelven. Sin embargo hasta no hace mucho sabíamos que estaba allí, aislado en el contacto con la naturaleza, en ese rincón suizo que había elegido para el tiempo de su vejez, y era como un abuelo que si no frecuentamos nos sigue acompañando y tutelando.
Yo sé, señor Chaplin, que usted se nos fue, de puro viejo, para una manera mejor de seguir estando con nosotros. Seguramente le pesaban los achaques de la avanzada edad. Le molestaba el sillón de ruedas. Le fastidiaba la artrosis que no le dejaba flirtear con el amado bastón de junco o tocar el violín de sus mejores años. Acaso le pesaba más el odio en todas sus formas de intolerancia, discriminación y violencia. Se me ocurre imaginar que este mundo le estaba quedando chico, redoblado el egoísmo como para que en él sea imposible La calle de la paz, y día a día más viable una Vida de perros. Hace mucho, cuando usted tuvo la valentía de imaginar que filmaría El gran dictador para advertir a los incrédulos y desenmascarar a los cómplices, debe de haber creído que a Carlitos deberían escucharlo. Y filmó la película y hasta depuso su mímica para un patético discurso que tenía la contundencia de la verdad. Usted cumplió. Han pasado – creo- cuarenta años y lo necesitaríamos de nuevo, señor Chaplin, porque ¿sabe? “el amor está con gripe en cama”, como decía un poeta de estas latitudes que usted no conoció. No se olvide esto, por favor, señor.
Creo adivinar, señor Chaplin, que a esta altura de la carta usted estará pensando que la gravedad no es del todo buena consejera. Paso a otra, no se enoje. Reconozco que no tengo ni la edad ni la sabiduría de su viejo Calvero en Candilejas para filosofar. También peleo conmigo para no escaparme del optimismo, ese optimismo que usted nunca quería perder, ni siquiera cuando debía caminar solo a ese incierto horizonte de muchas películas. Pero si le prometo no ser grave, le pido humildemente que disimule mi falta de humor. ¡Cómo se lo sigo envidiando! Lo mejor será que le hable un poco de cine. Es lo suyo y, salvando las distancias, lo mío. Felizmente, el cine sigue existiendo, que es un modo de decirle que de usted nadie puede olvidarse. Perdón, creo más: de usted nadie podría olvidarse aunque el cine desapareciera. Usted es un clásico del siglo XX hasta sin cine. Si tal vez le parezca un lugar común, déjeme que le recuerde lo de su amigo Jean Cocteau: usted es la risa esperando. ¡Qué lindo en un mundo con tantas pequeñeces que tienden a separarnos!
En ocasión de la Navidad todos tratamos de escribir palabras halagadoras. Para usted se me ocurren las habituales de los que giramos con el cine. No podemos prescindir de Chaplin ni de Carlitos, y créame, hasta los que lo critican se venden elogiándolo de una u otra forma. Usted estará ahora más allá de la vanidad del gran payaso que fue y no obstante le gustará oír de nuevo el calificativo de “chaplinesco” como la definición suprema de la honorable profesión de hacer reír. Estoy convencido de que uno de estos días esos académicos que a usted le parecían tan aburridos se van a poner de acuerdo para fijar ese vocablo en los diccionarios.
Y hablando de homenajes, señor Chaplin, no le habrá desagradado el anuncio de que en uno de los distritos de Londres se le levantará un monumento a Carlitos. No importa que no sea en el barrio de su harapienta infancia. La intención vale igual y es fácil vaticinar: ese monumento se multiplicará en días futuros porque usted lo merece más que todos o casi todos de los ya hechos monumento. Con una ventaja: usted no está condenado sólo al monumento. Sigue viviendo si él. Eso sí, sea una vez respetuoso, no haga como en Luces de la ciudad: no duerma ni bostece sobre su propio bronce.
Yo consluyo mi abuso epistolar, señor Chaplin,. Es Navidad y brindo con los míos por usted. No es una excepción. Millones de personas también lo harán, con champaña, con sidra, con vino o con agua, y aun sin saberlo. Porque brindarán por la felicidad, el amor, la bondad, el entendimiento, la razón, la paz, esas utopías igualmente llamadas Chaplin. Mis respetos, señor.
Jorge Miguel Couselo
* Publicado en: Clarín, 24 de diciembre de 1978.
1 comentario:
excelente
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