jueves, 26 de junio de 2008

Todos jugamos al Estanciero





Los chicos de hoy sólo conocen el Monopoly. Es más, yo soy de esa generación. Pero para hacer honor a la verdad, el Monopoly es el hijo capitalista del no menos capitalista Estanciero, juego que supieron jugar nuestros padres, tíos y abuelos.
Como bien refiere el dicho, “la realidad supera a la ficción”, y más si ésta es una ficción lúdica. Por eso, desde hace más de cien días, todos jugamos al Estanciero. Todos opinamos del campo, del gobierno, de las retenciones, sabemos de precios y de tasas de exportación. Todos tenemos nuestras fichitas de colores, y las vamos moviendo verbalmente, a través de nuestras infundadas opiniones, que se basan muchas veces en la repetición de discursos que escuchamos en la tele, o leímos de pasada en algún diario. Como si esa fuera LA verdad, y no hay más tu tía. Así pasamos los últimos tres meses, jugando de oídas y viendo todo por la tele.
Pero desde esta semana, el juego se nos acercó. Ahora es una realidad palpable, no es sólo el eco que llega desde los pueblos del interior. El tablero está dispuesto en la Plaza de los Dos Congresos. Y jugar es fácil, muy fácil, y por los colores que ha adquirido el asunto, hasta parece divertido.
El primer grupo, llamémosle el verde, hace sus plantaciones. Antes de la cosecha, y cuando la mano ya está jugada, el segundo grupo, con fichas de un dudoso color celeste y blanco, toma los dados, tira, y decide que le va a sacar un porcentaje di fichitas verdes mayor al que le estaba sacando hasta el momento. Los celestes y blancos se adjudicaron como exclusivo el uso de los dados, ellos, y sólo ellos, pueden tirar y mover. El voto de todos los espectadores del juego así lo decidió, y está bien que así sea. Pero el reglamento establece que quienes tiran los dados en nombre de un gran número de personas, deben pensar constantemente en ellos y sus intereses. Los jueces todavía no se han expedido con claridad acerca de este punto, ya que las fichas blancas y celestes olvidan que detrás de la puja por un mayor porcentaje de dinero hay gente que espera una oportunidad para tener una vida digna. Además, el reglamento también deja en claro que la caja de estos últimos no se compone únicamente con lo que deben depositar los jugadores vedes. Hay otras entradas también, cuyos destinos se desconocen.
Turno de los verdes: los dados no los favorecen, cortan las rutas y llenan el monumento a la bandera. Turno de los albicelestes (qué término complicado por estos días…): con el deseo de empatar hacen un acto en Salta, miles de micros salen de todo el país. El tablero es gigante, y el despliegue también.
Momento verbal: cruces de acusaciones, de todos los colores y de todos los ánimos posibles. Agravios, insultos, acusaciones, discursos de perseguidos. Todos se victimizan, el juego está frenado. Nadie avanza, nadie gana.
Oportunidad para las fichas bicolor, convocatoria en la plaza. La jugada salió mal, tan mal que por $100 se murió un joven de Tucumán. El sinsentido crece, la vida vale un minuto de silencio, y que siga el jolgorio.
Pasan los días y llegan a la plaza. Los verdes dicen que pondrán una carpa. Los celestes y blancos ponen seis a la fuerza. Mucha inversión de ambos lados. La de los verdes se entiende, de última es dinero de bolsillos privados. ¿Los celestes y blancos habrán hecho uso del “arca comunal?” No se sabe, ni se sabrá nunca. Todos los números se dibujan en este juego, si sale la carta de que la inflación es del 1,1% es de tramposo y golpista preguntarse por qué en las góndolas ese porcentaje es un poco más abultado. Compórtense, y no cuestionen.
Cuando los jugadores caen en la casilla de las 15 hs., todos deben amucharse en un recinto extremadamente chico, cerrado, y ponerse a gritar argumentos. Regla básica: que ninguno escuche al otro. El que escucha y razona queda eliminado.
La cosa se pone más divertida cuando ambas partes caen en la casilla de la expresión no convencional. Los verdes se encargan de inflar un toro, al que llaman “Alfredito” (otro de los nombres con los que se conoce a los verdes). Es una jugada tonta, pero tiene cierta gracia. Los que multiplicaron la plaza se copian, salen seis huevos gigantes, y dos pingüinos. Rara mezcla. El tablero es colorido, pingüinos, huevos, carteles, un toro, mate y guitarras. Qué lindo juego, qué lindo país.
Lástima que de tan largo, aburre.
Y las cartas más importantes siguen en el medio del tablero, dadas vuelta, mientras todos siguen ignorándolas: hospitales, caminos, escuelas, verdadera redistribución para los que la necesitan.
Por suerte, ya sacaron las mejorictas: el tren bala, propio del primer mundo, y toda la serie de comedores infantiles y de campañas civiles y religiosas de solidaridad. Este juego sí que saca lo mejor de todos.
Objetivo del juego: que se extienda la mayor cantidad de tiempo posible. Y que no gane nadie, así nadie pierde ni plata ni poder.

martes, 17 de junio de 2008





"Don Quijote volvió a buscar a Sancho para tener con quién hablar"

* Miguel de Unamuno.

jueves, 5 de junio de 2008

La vida allá lejos




En el medio del desierto, entre el polvo y la desolación, manos desesperadas de mujeres revuelven y eligen pulseras de colores. Debajo de la opresión de las burkas (mantos que cubren por completo a las mujeres islámicas) hay un deseo latente; hay mujeres cuya voz subsiste a pesar de todos los esfuerzos por acallarlas. Estas mujeres adornan sus muñecas y pintan sus uñas, bellezas femeninas que quedarán eternamente tapadas por mandatos culturales. Pero no son esas las principales diferencias ideológicas que mantiene Afganistán respecto de occidente. El director Mohsen Makhmalbat pone de manifiesto estas diferencias en su película Kandahar, estrenada en 2001.
En Afganistán hay poblaciones enteras diezmadas por guerras ininterrumpidas. A pesar de la riqueza petrolífera de la región, o quizás a causa de ella, los habitantes viven en la indigencia. Fueron despojados de la comida, de sus casas, y hasta de sus propios cuerpos. Aún hoy hay minas terrestres cuya detonación implica la pérdida de las extremidades. Y el peligro acecha a las más indefensas: hay minas que tienen muñecas como carnada, a la espera de niñas que se acerquen inocentemente a buscar un juguete. La crueldad parece infinita.
Una periodista exiliada y un médico extranjero comparten el camino, cada uno con su búsqueda. La mujer islámica vuelve del mundo occidental para bucear en sus raíces y evitar el suicidio de su hermana. El médico está en esa tierra desértica en busca de Dios, a quien cree encontrar entre tanta pobreza. Ella mira asombrada, y él intenta curar la más letal de las enfermedades: el hambre. Cura con un poco de pan. Cura a las mujeres sin revisarlas, porque está prohibido que un hombre las vea a cara descubierta. Pero al médico le alcanza con tener la sensibilidad de percibir el agotamiento y el hambre para combatir los males de esas personas. Y mientras tanto encontrar a Dios.
Frente a este panorama, ni siquiera queda la esperanza. El futuro afgano ya está comprometido, por causa de la educación. Los varones que tienen el privilegio de ser admitidos en ciertas especies de escuelas, son obligados a dedicar sus horas a recitar de manera repetitiva el Corán, a medida que se balancean en el bullicio que invade el ambiente. Pero el problema no es aprender de memoria el texto fundamental de la religión, sino que es el manejo de las armas que se le enseña a los nenes, y la ideología que eso conlleva. Son criados y educados para practicar la violencia, les enseñan a usar armas, a matar e incluso a destrozar cadáveres.
Es difícil confiar en personas que pasan tantas necesidades, y esa es una de las verdades que debe aprender la protagonista. Debajo de su burka recorre la tierra de la que logró escapar, y vive en carne propia la sed, el hambre y la desolación. Con una diferencia: ella tiene dólares, que le sirven a la vez de pasaje y obstáculo a través de esa realidad. Con dinero puede comprar lo que esté a su alcance, pero la comida y el agua que no existen no pueden ser compradas. La devastación de Afganistán llega hasta ese punto.

domingo, 1 de junio de 2008

Todos los nombres




* Saramago, José; Todos los nombres; España, Punto de lectura, 2000.




Ahí está don José solo entre todos los nombres. Sólo en su vida y sólo en su búsqueda, con la única guía del hilo de Ariadna. Un hilo atado a la pata de una mesa para bucear entre los papeles de la Conservaduría General del Registro Civil.
Una mujer desconocida como una meta, encontrarla es el motivo de todos los pensamientos de este funcionario, moldeado a la perfección según las leyes de la burocracia. Una mujer de carne y hueso que cobra vida en un papel, y en una serie de papeles manchados por letras y por los colores que conforman las fotografías. Y entre todos los papeles, una vida que encuentra un sentido, ilógico, sí, pero un sentido al fin.
Don José la encontrará en el único lugar donde podía ser encontrada; cuando lo que tenga para decirle, o no, ya no tendrá importancia, y por eso mismo la búsqueda se vuelve más imperiosa y necesaria para este cincuentón que no ha hecho nada más interesante que recortar notas periodísticas de gente famosa. Entre todos los nombres, entre la infinidad de personas que nacen y mueren, y deben notificarse en la Conservaduría General, el nombre del protagonista es el único al que el lector tiene acceso. Y su identidad es la que le permite recortarse de ese trasfondo de papeles, sobresalir a su modo, y crearse su propio destino, su propia historia, que pueda traspasar del papel a la vida, y así ganarle al sistema en el que está inmerso.