* Pauls, Alan. La vida descalzo. Buenos Aires, Sudamericana: 2006.
“Se sueña mucho en la playa”. El relato comienza con esta frase categórica, que incluye de manera indiscriminada a todo aquel que alguna vez en su vida haya visitado el paraíso veraniego por excelencia. Pero rápidamente, después de la primera democratización de los sueños y de la playa, Alan Pauls recorta su discurso y habla a través de la primera persona, que siendo plural sólo atañe a su padre y a su hermano; para terminar en un yo que se descubre íntimamente a través del recuerdo.
La memoria recrea la playa a través de los sueños de la infancia, que están marcados por la cinematografía: “cada sueño, digamos, equivale a una película”. Así es como se entremezclan el aire marítimo y las estrellas de cine, en las despojadas playas de Cabo Polonio, Uruguay, donde sólo es posible encontrar sueños. La vida descalzo encuentra su propio ritmo a través de estos ejes, que van marcando su desarrollo autobiográfico y anecdótico, plagado de referencias sensitivas (texturas, olores, colores, sonidos...).
Cada fragmento, o capítulo, del libro, está enmarcado por fotos en blanco y negro de chicos en la playa, pertenecientes al archivo personal del autor. Son las evidencias de un pasado edénico lleno de tranquilidad donde el mar se conjuga con la infancia y la arena, y provoca el efecto de nostalgia sin melodrama que recorre la narración.
Como protagonista y autor, Alan Pauls se permite intercalar consideraciones sociológicas o filosóficas, en medio de los recuerdos apacibles:
“...la forma que la vida adopta en la playa – toda vida, desde la de
las almejas y las gaviotas hasta la de las personas, pasando por la de las estrellas, salvo quizás la vida verdaderamente excepcional, la que Federico Fellini, por ejemplo, hace aparecer sobre la arena en el tétrico amanecer final de la Dolce vita: la vida del monstruo- es grupal, nunca individual, y hasta qué punto la belleza o la seducción, cuya fuente estamos acostumbrados a identificar con objetos o criaturas singulares, son aquí siempre un fenómenos gregario, de banda, que sólo surte efecto cuando todas sus partes están copresentes y se disipa, por arte de magia (...) en Buenos Aires , cuando el grupo se reduce a una sola de sus partes.”
Esa es su visión de la vida descalzo, la realidad que el autor es capaz de aprehender y compartir a todos nosotros que leemos desde la ciudad, calzados, añorando volver a ese paraíso cuya eternidad dura tan solo 15 días.
“Se sueña mucho en la playa”. El relato comienza con esta frase categórica, que incluye de manera indiscriminada a todo aquel que alguna vez en su vida haya visitado el paraíso veraniego por excelencia. Pero rápidamente, después de la primera democratización de los sueños y de la playa, Alan Pauls recorta su discurso y habla a través de la primera persona, que siendo plural sólo atañe a su padre y a su hermano; para terminar en un yo que se descubre íntimamente a través del recuerdo.
La memoria recrea la playa a través de los sueños de la infancia, que están marcados por la cinematografía: “cada sueño, digamos, equivale a una película”. Así es como se entremezclan el aire marítimo y las estrellas de cine, en las despojadas playas de Cabo Polonio, Uruguay, donde sólo es posible encontrar sueños. La vida descalzo encuentra su propio ritmo a través de estos ejes, que van marcando su desarrollo autobiográfico y anecdótico, plagado de referencias sensitivas (texturas, olores, colores, sonidos...).
Cada fragmento, o capítulo, del libro, está enmarcado por fotos en blanco y negro de chicos en la playa, pertenecientes al archivo personal del autor. Son las evidencias de un pasado edénico lleno de tranquilidad donde el mar se conjuga con la infancia y la arena, y provoca el efecto de nostalgia sin melodrama que recorre la narración.
Como protagonista y autor, Alan Pauls se permite intercalar consideraciones sociológicas o filosóficas, en medio de los recuerdos apacibles:
“...la forma que la vida adopta en la playa – toda vida, desde la de
las almejas y las gaviotas hasta la de las personas, pasando por la de las estrellas, salvo quizás la vida verdaderamente excepcional, la que Federico Fellini, por ejemplo, hace aparecer sobre la arena en el tétrico amanecer final de la Dolce vita: la vida del monstruo- es grupal, nunca individual, y hasta qué punto la belleza o la seducción, cuya fuente estamos acostumbrados a identificar con objetos o criaturas singulares, son aquí siempre un fenómenos gregario, de banda, que sólo surte efecto cuando todas sus partes están copresentes y se disipa, por arte de magia (...) en Buenos Aires , cuando el grupo se reduce a una sola de sus partes.”
Esa es su visión de la vida descalzo, la realidad que el autor es capaz de aprehender y compartir a todos nosotros que leemos desde la ciudad, calzados, añorando volver a ese paraíso cuya eternidad dura tan solo 15 días.
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